YO, HANS KELLER
Creí haber dejado atrás el destino trágico de mi vida, a partir del 17
de diciembre de 1939 día en que el Comandante Langsdorff, nos despidió y toda
la tripulación bajamos a tierra.
Seguidamente, ordenó volar el buque.
Días después, Hans Langsdorff, su nombre era como el mío, se disparó un
tiro en la cabeza, en su cuarto de hotel en Buenos Aires envuelto en la bandera
de Alemania.
Así, terminaba una etapa para nosotros, los ex marinos del Admiral Graff
Spee.
Comenzábamos una nueva en Argentina, un país próspero, de gente generosa
que nos abrió las puertas de sus hogares y sus corazones.
Teníamos trabajo, casa y un futuro promisorio.
Atrás dejábamos la guerra con sus atrocidades.
Fueron seis años de paz, para los nueve alemanes que recalamos en la
Ciudad de Santa Fe.
Creí que, con su hundimiento se cerraba una valerosa actuación del
Admiral Graff Spee, aunque posteriormente y, luego de tres años de mi
residencia en este bendito país, me enteré que no siempre descolló por su
valentía.
Un verano, apareció como invitado el marino alemán Rudolf Merkell. En
realidad, ex-marino, como todos nosotros y que estaba trabajando en Esperanza,
una ciudad cercana a Santa Fe.
A partir de ése asado, por lo menos, una vez al mes nos visitaba en la
casa que alquilábamos en el Boulevard Gálvez.
Justamente, la casa que, anoche, huyendo, he abandonado.
Rudolf Merkell llevaba un drama en su existencia.
Yo no podía definir qué problema lo acongojaba, pero era evidente en su
triste mirada, sus gestos bruscos, sus silencios prolongados, inexplicables y
sus llantos desgarradores cuando había tomado unas copas de más.
Una noche, ya de madrugada, ese hombre contó que las pesadillas lo
seguían desde que en su barco, el Admiral Graf Spee en 1937, durante días, se
masacró a mansalva a mujeres, niños , ancianos y enfermos que caminaban
hambrientos y agotados por el camino de la costa para llegar a Almería, cuyo
trayecto era de 200 kilómetros.
Venían caminando desde Málaga, arrastrándose, famélicos, desesperados.
El trayecto solamente lo podían hacer por la costa del mediterráneo caminando.
Eran un blanco fácil, por tierra los perseguían soldados italianos, por
aire la aviación alemana y, desde la costa, barcos emplazados hacían prácticas
siniestras de tiro.
Esta historia es casi desconocida, porque, incluso los españoles que
están refugiados aquí, en Santa Fe, me han comentado que si bien a ellos les
llegó la noticia, en España, con el dictador Franco y su censura, está
prohibido hablar o publicar la “Matanza de Málaga a Almería.”
Cuando estaba alcoholizado, Rudolf gritaba horrorizado que volvía a ver
las figuras caminando en la noche. Que eran sólo sombras chinescas pero que
ellos sabían que eran niños, mujeres, ancianos, enfermos, hambrientos, heridos.
Pero la orden era tirar sin pausa, una y otra vez.
De día podían ver sus caras, que se hincaban tapándose los oídos, las
madres cubriendo a los niños, algunos ancianos llevando criaturas alzadas o
arrastradas con sus escasas fuerzas.
Carromatos o caballos sueltos, incluso burros añadían a la tétrica
marcha más desolación fantasmagórica.
De noche, tiraban igual a todo lo que pareciera bulto sospechoso.
La orden era no parar, fuera con sol o con luna.
Una mañana, después de un prolongado silencio, mientras reponían fuerzas
y colocaban sus objetivos con precisión, para no errarle a las próximas
víctimas, vio un cuerpo caído, acostado cuan largo era, sin moverse, claramente
muerto.
Se quedó mirando esa figura patética y, de pronto observó un movimiento
extraño cerca de unos de los brazos del cuerpo tendido.
Parecía un gato.
Posicionó bien la lente.
Miró fijo.
Era una criatura de meses que buscó un seno, en el cuerpo inerte y se
puso a mamar.
La noche que Rudolf nos contó esa historia, se durmió llorando
desconsoladamente.
Quizás si él hubiera hecho un cuadro sobre la Masacre de Málaga a
Almería, igual que el Guernica de Picasso que está en París hasta que
desaparezca Franco, habría hecho catarsis con su dramática angustia interior.
Pero, no fue así.
Y, entonces gritaba y lloraba diciendo:
¡Ich höre sie, sie schreien, sie weinen, sie weinen, sie bitten
fröimmikeit für ihre kinder!
Los oigo, me gritan, lloran, se arrastran me piden piedad por sus niños.
¡Schlubβ! ¡Schluβ Rudolf! ¡Laβ uns leben!
Basta, basta Rudolf déjanos vivir
¿Hast du keine mutter, brüder, kinder?
¿No tienes madre, hermanos, hijos?
¡Frömmikeit Rudolf!
¡Piedad Rudolf!
¡Frömmikeit!
¡Piedad!
Una noche, Rudolf Merkell, en lugar de entrar en nuestra casa, caminó
por el Boulevard Gálvez, subió al Puente Colgante, se pegó un tiro y su cuerpo
cayó a las aguas de la Setúbal.
No sé por qué estoy escribiendo esto, quizás sea porque quiero dejar
alguna constancia de esa masacre y reivindicar la memoria de un marino que no
pudo superar su cargo de conciencia aunque lo que hizo, fué por la cuestionable
e incuestionable “obediencia debida”.
¡RUHE IN FRIEDEN, LANDSMANN RUDOLF!
DESCANSA EN PAZ, COMPATRIOTA RUDOLF.
Posiblemente hoy vislumbro la parte negativa, mezquina, injusta de lo
que nos ha tocado vivir a los alemanes que estuvimos bajo bandera en el lugar
equivocado dirigido por un esquizofrénico maniático que hundió mi Patria.
¿Qué quedará de ella?
Arriba hay una fiesta infantil.
Estoy escuchando el Feliz Cumpleaños cantados por un coro desparejo de
chicos.
Risas, música, aplausos.
Las voces se oyen lejanas y, a veces, cercanas cuando corren por los
jardines.
Son los sobrinos de Ramiro que festejan un cumpleaños con muchos
invitados porque el bullicio es como un compacto enhebrado de risas, corridas,
zapateos, aplausos.
Es evidente el compromiso que ha contraído Ramiro al esconderme en este
subsuelo de manera que trataré de irme lo antes posible.
Pero… ¿Adónde? De
la novela El Chalet de los Quintana de Beatriz Andino de Paganini
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